jueves, 20 de junio de 2013

DINERO por Luc Dupont


  • París huele a dinero. Tú hueles más a mar y a libertad. Y en este intervalo de tiempo insignificante e indoloro nos dibujo tranquilos y metódicos, perdidos en nuestras cosas y ajenos a los temporales venideros. Que nos coja calientes.
    Montmartre se presenta a mis pies con un sol radiante y una promesa de que cada peldaño subido merecerá la pena. Lo único que se añora en el paisaje es el Mediterráneo, que parece asomar la cabeza en cada plaza y esconderse avergonzado de no bañar los sueños capitales de los parisinos. Dicen que el Mediterráneo anda raro con su querida Europa, dicen que la quiere abandonar, que la vieja se ha vendido a la más burda de las mentiras y que él todavía quiere ser bohemio rico en París, dicen que un día va a subirse a Montmatre a reventar.
    La plaza du Tertre también huele a dinero y debemos alargar los cafés para cerrar el agujero provocado en el bolsillo. Pintores de primera y de segunda ofrecen sus lápices al mejor postor; cada trazo dibujado en París vale un pastón, todos nos afanamos en inmortalizar recuerdos pues pronto se nos acabará el dinero y nos mandarán a casa. Pero este sol vale un millón, y la compañía más. Mi piel respira la belleza del mundo y las farolas comienzan a iluminar los puentes del Sena.

    Estudiantes recién salidos del instituto escupen naderías en francés conocedores de su condición superior de parisinos. Yo los observo como el pueblerino recién llegado a la capital, boquiabierto a cada paso y anonado con la sensualidad de los sonidos, de las ropas, de las facciones. Las narices afiladas de los franceses se nutren de exhibicionismo, de derroche fatuo y delicioso. Sus gestos son tan caros como las gotas de champagne.


    Encantado de respirar el aire monumental de París y poder transitar tímidamente por sus arterias de oro, me permito caminar como si tuviese estilo, como si fuese parisino.

    Luc Dupont.

sábado, 8 de junio de 2013

CANTANTE por Piero Galasso

Aquiles entra en el local, toma asiento y se recrea contemplando el trajín de esa específica parte del mundo a través de la vidriera. La camarera, airada, se indigna con que ni se molestase en acercarse a la barra a transmitirle de que clase era la necesidad de su apetito que quería satisfacer. Con paso tordo, se acercó a su cliente y , mecánicamente, inquirió:

- Buenas tardes caballero, ¿qué quiere tomar?.

Aquiles se detuvo en su absorción al sentir el estruendo de las palabras tan cerca de su rostro y recordó aquel artículo sobre la neurología y las células espejo que habitan en los cerebros de los infantes y procuró desempeñarse socialmente de la mejor manera.

- Un café sólo y no se moleste en colocar cucharilla o azúcar en el platillo. Gracias- Dijo con resuello

La mujer , amparada en su sonrisa de plástico, se dirigió a realizar su tarea pensando en la extrañeza que advirtió en la mirada del hombre. Normalmente, los varones suelen recrearse furtivamente en su busto mientras la creen agasajar con chascarrillos buscando una sonrisa verdadera. Este caballero, en cambio, simplemente ordenó su específica comanda con tibieza y sustrajo un bolígrafo y un cuaderno los cuales empleó para ponerse a escribir.
Curiosa y, una vez hubo entregado la consumición, intentó leer de soslayo algo de entre lo que aquel hombre llevaba escrito. En su premura y por lo limitado de su tiempo, sólo distinguió tres palabras que, anejadas, eran la fórmula de una pregunta:


¿QUÉ TAL TODO?

Dicha cuestión llamó su atención dado que si colocase en el océano una piedra de azúcar por cada vez que la escuchó, éste perdería su condición salada en favor de una edulcoración extrema. Siempre se decía que el lenguaje se ha domesticado y manoseada hasta tal extremo que a una mastodóntica pregunta como ésa, el Omnia, la totalidad, solemos contestar trivialidades vulgares como bien, mal , ya ves.

En estos pensamientos estaba sumida cuando, de golpe, sus gráciles facciones se evaporaron convirtiéndose en una mujer sin rostro y la realidad y la fantasía de Aquiles se entremezclaron por un instante, corto, haciéndolo dudar de si en ese preciso momento, la vida era sueño.


Piero Galasso