Acariciaba sus sueños con la misma delicadeza que abrazaba
sus miedos, de vez en cuando dejándose algo más que la piel en una tarde
cualquiera. Las rutinas son suaves y asfixiantes, se decía, el mundo no deja de jugar con
nosotros y engañarnos constantemente en una representación que no sabemos
entender. Él le ponía sentimiento a sus rutinas y las nuestras arañando las
cuerdas de su inseparable guitarra, ajeno al ruido de los demás, seguro de
entonar mejor las palabras que los días.
Su corazón, como suele ocurrir, se rompió de madrugada, y jamás volverá a decir
quizás, y quizás no vuelva a decir jamás. Ahí está él, enroscado en su rincón y
en sus dudas, más caliente que perdido, más redondo que cuadrado.
Lo mejor de las canciones es que nos llevan de repente, nos
gritan lo que estamos deseando a gritos que nos susurren, nos pierden y nos
ayudan a encontrarnos con nuestro repertorio privado de objetos y armas perdidas. Morder
a alguien no está permitido, pero si es por su bien todo se olvida.
Benditos aquellos capaces de cortejar los oídos ajenos con
una voz decente. Con el temple correcto y palabras deliciosas, cualquier robo
será perdonado, ojalá nos roben el corazón y las dudas con promesas vacías pero
elegantes.
Llevemos hasta el final nuestro afán por abandonar nuestro
raciocinio en una canción y tiremos por tierra cualquier intento de autocontrol
en cuanto aparezcan los primeros acordes de ilusiones desconocidas.
Dejemos
paso al viento para cambiarlo todo y que
todo siga siendo igual.
Que nunca mueran los cantantes.
Luc Dupont.
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