¿Has sentido alguna vez esa sensación de que todo está bien y que sólo resta disfrutar del momento?
Surge sin, huelga decirlo, premeditación ni notificaciones en Facebook. Sólo tienes que dejar que el océano convierta tus cabellos en una segunda piel para tu cráneo y escuchar el griterío de 3 niños ingleses que juegan a Gaudí, escurriendo arena mojada entre las grietas de sus puños. No te molestan, del mismo modo en que el quejido de tres árboles autóctonos jamás entorpecerá el avance de la atemporal y vasta Galicia. Forman parte del paisaje.
Es de las pocas situaciones en mi vida donde he perdido la prisa y el rubor de la cotidianidad despareció de mi alma convirtiéndome, por momentos, en inmortal. No surgieron preguntas, mi cerebro esquivó esas preguntas estúpidas que nos acechan cada día siendo la semilla de nuestras experiencias. Evitar esas preguntas consiguen eliminar ese apestoso traje de personaje de novela de Carver, que escupe y escupe en la tinaja destinada a tal efecto deseando ser el espectro de Jack London o de cualquier otro héroe con un nombre envidiable por musical.
No es que fuera la primera vez que flotaba en un mar cualquiera con mis pies apuntando hacia la arena, es que 4 segundos antes de ese ponderable momento me dí cuenta de lo peripatético de la situación vital que atravesaba. TODO cobró sentido en un milisegundo, mi vida era por extravagante perfecta, por irreal fantástica. Sentí que todas mis preocupaciones estúpidas propias de un adulto medio desaparecían convirtiéndose en sal para aupar mi cuerpo un poco más hacia el éxtasis. Lo mejor de perder la más pura de las virginidades del intelecto es que al único al que se lo quiere contar es a tu propio yo.
Es fantástico dejar de ser la circunstancia que va unida a un todo y ser todo por primera vez en la vida.
Piero Galasso
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