La vida debería ser una repetición constante de una primavera en París. Mis huesos adulterando una terraza cercana a la Place de la Bastille con un Martini en la mano y los parisinos modelando su fantástica rutina ante unos ojos que orbitan adorando su majestuosidad.
Inconmensurable.
Escuchar, tarjeta amarilla por maleducado, un coloquio de dos francesas en esa misma terraza mientras una de ellas pone verde al pusilánime de su marido al tiempo que su amiga le comenta que deberian almorzar en el Bistrot Quiberon de la rue Margot es poesía, es lo que sintieron los Lumière cuando filmaron a unos cuantos obreros saliendo de una fábrica. Representa una verdad continúa , múltiple.
En materia fonética, el francés es la lengua más hermosa del mundo con su sutil cadencia y la elegancia de sus oraciones y sintagmas nutren a su sonido de fantasía. A grandes rasgos, el inglés representa la unión global y una sencillez cercana a la estulticia, el gallego arraigo, origen y potencia, el castellano sinónimos y literatura y el italiano es como una composición de Ennio Morricone por su plasticidad y connotación tímbrica. Pero únicamente el francés convierte la simplicidad de la frase Je vais acheter du pain et le journal , est-ce que tu veux quelque chose? en una canción minúscula maravillosa. Territorio vedado para cualquiera de las otras lenguas y resulta indiferente quien emplee este idioma, hombre o mujer, genera un interés en mí que me deja absorto por unos instantes, perdiendo el juicio abandonándome a su lírica.
Cuando no se me ocurre ningún tema del que hablar o escribir siempre se me viene a la mente París, iluminando con gracia donde impera la nada momentánea. Esa ciudad genera una orquesta sinfónica de pensamientos deliciosos que me impiden pegar ojo hasta que mi cabeza se vacía de frases inconexas de devoción y enardecimiento de sus ninfas y bacos.
En París aprendí a pasear, a meditar los pasos sin más objetivo que rumiar proyectos internamente con unos accesorios convidados como son los parisinos, sus turistas y su artificiosidad. Allí pierdo mis zapatos de nuevo y mis huellas se duplican provocando el incesto de mi digitalismo con la homología de mis opiniones. Me desayuno su pavè y Roma y Londres claudican con honores ante París y sus erres que son ges.Consigue que mis ideas fluyan con orden y con total significado. Todo cuadra allí, los géneros fructifican en millones de versos que sólo en ese lugar toman asiento.
Cuando tengo un día indolente y aparentemente carente de sosiego, pienso en que existe París en este mundo, que en ese exacto momento hay dos personas utilizando la lengua más virtuosa en alguno de sus rincones y comienzo a visualizar trabajadores caminando a sus hogares dialogando y me río. Recorro arriba y abajo los boulevares y plazas que existen en mi imaginario olvidándome de que ese día no cumplí los objetivos marcados y la alegría deja de ser una palabra para convertirse en un estado de mi carácter.
En París siempre es la primera vez, es el primer beso que emana como candado enlazado en el puente de mi memoria y su gran símbolo pintiparado para mi subconsciente consigue que , en esos días tumefactos de negatividad, tenga ganas de París a mi manera. Emplazamiento idóneo para disfrutar de un desamparo provocado.
Por fuerza, los franceses son tan celosos de su individualidad. Cada día tienen su propio encuentro a solas con Paris, para urdir la alianza con Afrodita y posterior secuestro de Helena y , al final del día, contemplar su santísima y mitológica trinidad. Cualquiera que se atreva a importunarles en su culto, recibirá desprecio como respuesta. Al menos es lo que yo demando, como parisino de adopción, que no se entrometan en mi adoración cuando solitariamente disfruto de sus entrañas desatando una cíclica y penúltima guerra de Troya.
Piero Galasso
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