París huele a dinero. Tú hueles más a mar y a libertad. Y en este intervalo de tiempo insignificante e indoloro nos dibujo tranquilos y metódicos, perdidos en nuestras cosas y ajenos a los temporales venideros. Que nos coja calientes.
Montmartre se presenta a mis pies con un sol radiante y una promesa de que cada peldaño subido merecerá la pena. Lo único que se añora en el paisaje es el Mediterráneo, que parece asomar la cabeza en cada plaza y esconderse avergonzado de no bañar los sueños capitales de los parisinos. Dicen que el Mediterráneo anda raro con su querida Europa, dicen que la quiere abandonar, que la vieja se ha vendido a la más burda de las mentiras y que él todavía quiere ser bohemio rico en París, dicen que un día va a subirse a Montmatre a reventar.
La plaza du Tertre también huele a dinero y debemos alargar los cafés para cerrar el agujero provocado en el bolsillo. Pintores de primera y de segunda ofrecen sus lápices al mejor postor; cada trazo dibujado en París vale un pastón, todos nos afanamos en inmortalizar recuerdos pues pronto se nos acabará el dinero y nos mandarán a casa. Pero este sol vale un millón, y la compañía más. Mi piel respira la belleza del mundo y las farolas comienzan a iluminar los puentes del Sena.
Estudiantes recién salidos del instituto escupen naderías en francés conocedores de su condición superior de parisinos. Yo los observo como el pueblerino recién llegado a la capital, boquiabierto a cada paso y anonado con la sensualidad de los sonidos, de las ropas, de las facciones. Las narices afiladas de los franceses se nutren de exhibicionismo, de derroche fatuo y delicioso. Sus gestos son tan caros como las gotas de champagne.
Encantado de respirar el aire monumental de París y poder transitar tímidamente por sus arterias de oro, me permito caminar como si tuviese estilo, como si fuese parisino.
Luc Dupont.
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