Ella sólo quería ser el reflejo de lo que estaba por venir,
de ese futuro idealizado que nunca conseguiría y con el que soñaría todos los
días de su vida. Imprimía velocidad a su existencia del mismo modo que yo me
perdía en explicaciones inertes acerca de la mejor forma de posicionarme en un
sofá desvencijado. Digamos que ella era la casa finalizada y yo el agente
inmobiliario que magnificaba los acabados de la misma. La vida pasaba a través
de ella y era la vida la que aprendía a lidiar con ella. Su fortaleza residía
en que no necesitaba de nadie para seguir hacia delante ni coaccionaba a nadie
con la ambivalente moneda de la amistad. En aquellas ocasiones en que su coraza
se rompía y auxilio pasaba a ser la única palabra en su romo diccionario, me
escribía. Lo hacía cuando tenía miedo y su prosa no era tendenciosa ni
excesiva. Era cierta, pegajosa y visceral. El miedo la hacía deshacerse de
cualquier rubor y me golpeaba en el estómago con aquella suma de palabras
voluptuosas que me dejaban al borde de la debilidad, de aquella que me hacía
desayunar en un aeropuerto siempre que la echaba de menos. Pero siempre que
llegaba el correo, me contenía, esperaba a que fuera de noche y engatusaba la
yugular de alguna desprevenida mujer y aplacaba con otro cuerpo mis ansias de
volver a verla desnuda destrozando mis tímpanos con los sonidos guturales que
hacía cuando llegaba al orgasmo. En la temida mañana siguiente, cuando mi personaje
dejaba de tener fuerza y lo hacía huir por la ventana a puntapiés llevando
consigo el recuerdo vacío de un cuerpo que no me pertenecía, volvía a mí el
recuerdo del correo aullando desde el buzón sabedor de que tarde o temprano, un
nuevo recibo de la cafetería del aeropuerto se perdería entre mis facturas sin
pagar. Hasta que, simplemente, ese personaje que utilizaba de madrugada pasó a
ser referencia y captador de más minutos en el burlesque que sustituye a mi
vida desde hace un tiempo. Y el correo seguía llegando y se amontonaba con las
demás facturas y pasó a ser eso, una responsabilidad aburrida con la que , por
inmaduro, ya no me apetecía lidiar. Y coño, me encontré feliz una mañana viendo
en el reflejo de la ventana, el pelo enmarañado de una mujer entre las sabanas
mientras que la luz de una mañana de Junio y la música más libre de la chicha
sonaba ancestral, dándole a toda la escena una verdad mil veces superior al
estertor redundante que exhalaba su último aliento en mi buzón. Es hora de ser
el actor principal. Bienvenidos al vodevil.
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