Él no debería haber estado allí. Se suponía que había un futuro para él; al niño iluminado le esperaba un pasillo directo al sueño americano. Hijo de una familia media, él destacó desde el principio. A los diez años aprendió a tocar ``Superstition´´ del señor Stevie Wonder en un teclado maltrecho que se pudría en su casa. La expresión de su abuela al escuchar aquella melodía saliendo del artefacto inservible fue para recordar. Lástima no haber tenido una Polaroid en aquel preciso instante.
No le debería haber tocado a él. Las chicas se peleaban por bailar con él en aquellas fiestas del colegio. Fue el primero en conseguir los besos de María, el pequeño diablo que se sentaba en la última fila y asustaba por el fuego de sus ojos, su pelo dorado. Él fue el único con el valor suficiente para atreverse a acercarse a ella y comprobar que detrás de aquel torbellino se encontraba una dulzura extrema.
En la universidad montó un grupo de música. Tenía una chica preciosa. Se divertía; y se sacaba las asignaturas con inusitada facilidad. La vida te sonríe, chaval. Y él sabía que cuando la vida sonríe hay que devolverle la sonrisa y bailar con ella, llorar de alegría, porque no sabes cuándo se va a terminar esa nube caramelizada. Y es que era humilde también el chico. Debemos reconocer que a veces nos daba asco de lo perfecto que era, ¿para qué negarlo?
Pero el chico perfecto en camino de hombre entró con un amigo en un bar un jueves por la noche. Un tugurio del Raval cuyo nombre es preferible olvidar. Su música sí era inolvidable ya que era una especie de Soul Kitchen en la que no cesaban de cocinar platos negros cubiertos de electricidad.
Y entre la niebla artística y opiácea de la noche, una cerveza derramada. Una voz diciendo perdón. Un tipo cachas rencoroso. Un puñetazo al aire mal tirado. Y una navaja albaceteña, que en vez de tener un lomo plateado como las del señor Lorca, lucía un azul muy elegante.
Luc Dupont.
No hay comentarios:
Publicar un comentario