Siempre, en el medio de mis múltiples
vidas más perrunas que felinas, me prometí que independientemente
de lo bien que lo estuviera pasando, en la próxima no malgastaría
ni un segundo recordando los fuegos artificiales de la noche
anterior. Me juré que, cuando me entrase esa melancolía que abraza
los huesos, me subiría a los tejados a hacer cualquier cosa menos
permitir que mis lágrimas sean de dominio público.
Ya sabemos, compañeros de salidas
nocturnas, que se terminará nuestro deambular por las esquinas
abriendo las tapas de la basura en busca de una buena espina de
lenguado, que uno siempre termina añorando a camaradas
prematuramente jubilados. Siempre les intentamos convencer con un por
los viejos tiempos, pero todo es
ya aire de cenizas, y mejor no ponerse el pasado como abrigo para un
lunes más bien frío. Cuando ya no tienes ases ni treses en la mano,
es mejor dejar que otro se lleve las bazas poniendo la mejor de las
caras posibles. Aunque tengo un problema, y es que yo sólo sé poner
cara de culo ante los triunfos de otro. Yo lo hacía peor, pero con
más estilo, compadre.
Por
eso me meto el rabo entre las piernas y con aire de desdén me paseo
las calles en medio de un silbido deshilachado que pide compañía a
gritos. Voy mirando de reojo a las esquinas no vaya a ser que me
encuentra en algún portal algún recuerdo olvidado al que meterle
mano. Ninguno de ellos consiguió hacerme olvidar a los demás.
Tenemos
pendiente la conversación sobre si merece la pena vivir sin hacerse
ovillo en el pasado, si no hubiera sido mejor quedarnos mirando el
mundo por la ventana de los creyentes. Nos hubiéramos evitado penas
y excesos, amarguras que no nos hacen más sabios ni atractivos ante
los ojos escrutadores de las señoras que habitan el mercado.
En la
plaza del pueblo, donde un día me trajeron tus caderas, me permito
el exceso de soñar. Soñar sueños rotos pero divertidos que me
hacen recordar la segunda cosa que me prometí en mi primera vida.
Lo
mejor está por venir.
Luc
Dupont.
No hay comentarios:
Publicar un comentario