Corriendo me pongo mi gorro de maquinista y me deslizo hacia la estación.
Les pido disculpas a los pasajeros, que están ya cansados de mis repetidas ausencias. Me responden con el arqueo de cejas de todos los días. Y me impiden ser conductor. Hoy me toca ser espectador.
El señor Blanco está en el vagón, escondido tras el periódico para no demostrar su incapacidad para vivir. No quiere desvelar su secreto, ese que tanto se ha ocupado de tapar debajo de las rutinas más aburridas que ha conseguido coleccionar. Su estúpida (no) relación con su mujer y el esperpento continuo que desarrollan en los contados actos sociales no desprenden otra cosa que un aire putrefacto. Pero deben seguir aparentando normalidad ante todo. No vaya a ser que los demás descubran su dolor. Con él, sin embargo, sería un ser vivo, y no el vegetal inerte sin pensamientos propios que es. Todos somos él, a pesar de todo; y en diversos grados de gravedad dejamos que nos despojen de nuestra preciosa piel y de nuestros preciados sueños para convertirnos en el perfecto imbécil llamado señor Blanco.
Perdonen que haya utilizado tanto tiempo en describirle; de hecho mi intención era ofrecerles un retrato de las diversas personalidades que me encuentro todas las mañanas en mi tren; pero ya me he rendido a mi evidente falta de concentración y a mi incapacidad de mantener mis pensamientos centrados en un asunto concreto. Reconozco además mi burda y absurda obsesión con este fulano llamado Blanco que me roba horas de sueño.
Será que los demás son un espejo oblicuo y yo ya he perdido varias capas peliculares. O será simplemente que conversar sobre un tema es todo lo que podemos hacer, pues la vida no es más que una gran conversación, participantes todos de esta gran cháchara sin sentido y sin final.
Disfruten del espectáculo, queridos viajeros.
Luc Dupont.
Disfrutemos
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