Dejé el tabaco como se despiden a los
buenos amantes, con un beso en los labios y una media vuelta
sinlenciosa pero definitiva. Nos vemos, aunque disimulemos en ciertas
ocasiones nuestras miradas se cruzan y vemos tendidos en el suelo los
cables ya muertos que un día transportaron electricidad entre
nosotros y nos dejaron jugar al juego más suicida de la tarde. Dejé
el tabaco y me marché con mi café.
Mi café me visita por las mañanas y
me recuerda que vivo en su tela de araña de cafeína. Dulce condena
para cualquiera. El invierno comienza a golpear con fuerza en las
puertas de esta ciudad monstruosa y los granos de café son
triturados y molidos sin compasión por unos ciudadanos abrigados ya
hasta las cejas de ropas deliciosas pero desnudos de alma, tiritando
de corazón.
Cuando hace frío el café se torna
violáceo y el líquido milagroso llamado vino corre por mis venas
luchando con la moribunda rabia que me impregna al abrir las páginas
de cualquier periódico. Las letras de los titulares son tan dañinas
para las entrañas que solo se me ocurre ahogarlas y preñarlas de
vino para que se pongan a bailar una danza miserable con los
recuerdos de una conciencia ya olvidada. Parece que todos somos
víctimas de una borrachera no buscada en la que fueron otros los que
disfrutaron, bailaron, se follaron a nuestras mujeres y nos vomitaron
por encima. Y nosotros ahora somos los barrenderos de un botellón en
el que no participamos. Somos la puta del banquero y de cualquier
sinvergüenza que nos pague veinte duros por abrirnos de piernas.
La ciudad también se me abre de
piernas y yo no me puedo negar a invitaciones fantásticas. Camino
lentamente y nosé donde mirar, el suelo está más limpio que el
cielo, ya no me compran con vuelos de low cost, necesitamos un viaje
galáctico o un buen polvo para sacudirnos la pereza. De momento, por
la hora y por el tiempo, me conformo con hacer el amor con un café y
jurarle amor eterno.
Luc Dupont.