lunes, 12 de marzo de 2012

LUGAR por Piero Galasso

Es uno de esos grandes valores residuales. Estás aburrido y tirado en el sofá, viendo la ruleta de la suerte y de repente ¡click! te encuentras en París, salvaje y sólo, detrás de la Catedral de Notre dame disfrutando del ritmo de una banda callejera e intercambiando miradas con una morena titubeante a la que parece que le gusta el Jazz. Sonríe. Es la señal, el tiempo sólo está permitido perderlo cuando juegas de local. En tu cancha te gusta manosear la pelota, darle vueltas, intentando encontrar una jugada perfecta que jamás se diseñará ni en esas coordenadas ni en esas latitudes. De visitante, como de costumbre, Adelante Bonaparte. Cualquier detalle es más excitante y la calidad convierte en risible cualquier comparación. Las miradas se convierten en vino y cigarrillos y, súbitamente,  un beso impresionante emerge en una ribera del Sena y tiene el sabor que alguna vez te imaginaste que tendría la música. La espontaneidad del momento te engaña consiguiendo que te sientas feliz por haber escogido ese camino , por pararte por el son de la música, por nutrirte del vitalismo de esa mirada. Lozanía masculina y belleza femenina fundiéndose para confirmar lo que ya sabíamos, compadre.

Es fantástico cuando todavía puedes transportarte a tus recuerdos más recientes. Es como  retomar inconscientemente una situación o diálogo de un libro pero en otro nivel porque , en fin, ahí eres personaje de tu propia historia vívida. Sólo es comparable a colarte en la realidad de otras personas mientras disfrutan en la plenitud de su frescura siendo atractivos y felices, enérgicos y sexuales. Ser el espectador, con derecho a la palabra, de lo que sus bocas y cuerpos transmiten rabiosamente extenuados y encantados de conocerse los unos a los otros. Los días de tragedias griegas y bacanales romanas ahora tienen auténticos protagonistas que se llevan mi admiración.  No more J D, mate, at least till the next one.

Nunca me verás detrás de una cámara de fotos robando el alma de cientos de transeúntes cada vez que me desplazo cientos de kilómetros de la hoja de ruta de mi rutina. En cambio,  sí me verás con un lápiz entre mis dedos imaginando lo que ocurre en la cabeza de la persona que va sentada a mi lado en aquella parada de metro o en que diablos pensaba aquel individuo que se dedicó a llenar de huevos multicolor la gran urbe. Me encantaría tener memoria fotográfica para las imágenes y recordar todas las caras que me han impactado en todas y cada uno de mis viajes. La última la tengo , preciosa, grabada sonriente entre notas musicales cual solemne muesca en mi revólver. No intento batir el récord mundial de visita a más monumentos en menos tiempo en una nueva ciudad. Lo hice y me harté. No sumo kilómetros para después retornar con ganas de  relatar y contar. No. Cualquier historia nueva, olor, cuerpo, forma y sabor se queda encerrado para la eternidad en las cabezas de la gente que lo compartió conmigo y yo. Lo maravilloso de ese momento irrepetible es que si se convierte en comentario manido muta precisamente en eso, algo repetido y manoseado que no interesa ni tan siquiera recordar. Me gusta arrancarme mi antigua piel y dejarla donde pasé mis últimos grandes momentos y transformar ese recuerdo en nuestra particular fórmula de la Coca Cola entre todos los actores protagonistas de mi último sainete. Como un niño pequeño que tuviese acceso a los pocos beneficios de la edad adulta. Volver a entregar a la farsa el valor jocoso y prohibido que siempre tuvo. Ahora , que soy más viejo, menos domesticable y todo lo estúpido que el enorme tiempo me permite,  los mapas me los coloco bajo las plantas de mis pies, me los como, me los bebo y alimento con ellos el incendio de mis deseos.


Piero Galasso

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