24 eran las veces que Adolfo Lombardo se tocaba la nariz cada vez que sentía miedo. El número actuaba como placebo y el niño volvía a sus ocupaciones sin carga emocional alguna. Su madre se preguntaba de donde el niño pudo haber sacado la extraña costumbre de las narices. Y es que Adolfito no veía la televisión, ni siquiera la miraba. Tampoco se le podría denominar como un gran lector dado que su dislexia no le permitía seguir la trama de los tebeos que todos sus amigos leían. Era por tanto un pequeño misterio para la progenitora y decidió averiguar la causa de la extraña respuesta de su hijo al miedo.
Virtudes, la profesora de la guardería, se preguntaba lo mismo que Alma, la madre del chiquillo. Durante las horas que el niño pasaba en la guardería, se tocaba la nariz en repetidas ocasiones. Entre Alma y Virtudes, decidieron hacer un seguimiento exhaustivo del comportamiento de Adolfo, movidas por la curiosidad. Apuntarían la hora, situación, y número de veces por episodio de miedo que el niño tuviese. Durante la primera semana, el niño se alteró 5 veces martes, miércoles y sábado, 7 veces jueves y viernes, 1 el domingo y ninguna el lunes, formando un total de 720 golpes en la nariz de Adolfo. Los episodios eran más comunes durante la mañana, entendido esto por las investigadoras como la respuesta ante la falta de la madre, considerando esta sensación del niño como normal. Pero , las razones que atemorizaban al niño eran , todavía, un enigma.
El día 26 de Octubre, una vez que hubo terminado un dibujo sobre el sol y el sistema planetario, Adolfo comenzó a golpearse compulsivamente la nariz con la palma de la mano, poniendo nerviosos a sus compañeros de juegos. La maestra se abalanzó sobre él tratando de impedir que se hiciera daño y de que no inquietara a los demás niños. Aún así, el niño sólo mostraba furia durante esos 24 golpes. Toda vez que se infligía el último golpe de su ritual, retornaba a su condición de niño amable y curioso, demostrando capacidades para el dibujo muy superiores a las de sus compañeros destacando por su preciosismo y cuidado con los pequeños detalles. Tras una tarde de cábilas, la profesora llegó a la conclusión de que de esa cualidad pictórica podría extraer un patrón. Se puso en contacto con Alma y , entre las 2, decidieron espolear el talento artístico de Adolfo con la esperanza de poder encontrar en este alguna pista que las alumbrara en el callejón sin salida en el cual se encontraban.
La segunda semana del nuevo estudio, Adolfo realizó un total de 54 dibujos de temática libre para no restringir la libertad creativa ni las emociones que los dibujos provocarían en el niño. De los 54, el niño se golpeó con virulencia tras acabar 29 de ellos, con relativa calma en 21 y con, digamos, obligación en el resto. El ritual era siempre el mismo. Comenzaba con una implicación impactante, fuera de sí mismo el niño pintaba con los ojos cerrados reproducciones idénticas de aquello que aparecía por el vasto vergel que era su cerebro. Las dos mujeres elaboraron el mismo diagnóstico, el niño padecía del síndrome de Stendhal. Al exponerse a sus propias y pequeñas obras de arte, sentía que su corazón se impacientaba provocándole vértigo y confusión, con lo cual se autolesionaba. Quien les iba a decir que el autor del libro “Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio“ respondería a sus dudas iniciales:
“Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”. Henry- Marie Beyle( Grenoble, 23/1/1783- París, 23/3/1842