Se acordó de aquella risa aguda que soltó su hijo cuando al chocar sus copas de vino para brindar por algo que había celebrar aquel día, se rompieron ambas, acompañando el sonido del chasquido de cristales con una desconocida risa a lo castrati.
Se acordó del empecinamiento de su hijo en preferir las letras a los goles. ``Si se pasara tanto tiempo con el balón como con esos malditos libros sería un crack´´, se decía el progenitor, inocente y temeroso de llenar su cabeza de pensamientos explosivos.
Se acordó de cuando en las fiestas del pueblo los niños cantaban aquello de ``Germán mariquita. le gustan las pililas´´. El provinciano progenitor, enfadado, les gritó a aquellos hijos de su madre que se callaran la puta boca. Pero él se la calló también porque no se atrevía a iniciar una conversación pendiente con su hijo que se iba convirtiendo en una pelota grande, enorme, que lo perseguía por todos los recovecos de su mente.
Se acordó de aquellas navidades cuando tuvo la estúpida idea de decirle a su hijo y a su mujer que debían volver a poner un árbol de navidad, que aunque el ``niño ya está grande´´, ``hay que sacar el árbol del trastero y colocar las bolas y las figuras que queráis´´. Fue allí, en medio de las risas familiares, que se cayó aquella bola dorada del árbol y Germán se agachó para recogerla. Fue ese momento. El padre bajó la mirada y su sonrisa se torció en mueca histriónica al percibir el tatuaje que tenía su hijo encima de lo puerilmente denominado hucha, y menos puerilmente la raja del culo. Hasta le pareció que aquel tatuaje del conejito de playboy le guiñaba el ojo.
Se acordó de tantas cosas y sin embargo se quedó sin aire cuando Germán soltó aquellas mágicas palabras de:
-Papá, éste es Antonio.
Luc Dupont.
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