Caminaba vigoroso en dirección a su trabajo.Su cuello se hinchaba por la excitación de la prisa en una suerte de acto erótico involuntario. El traje, siempre impecable, se ceñía contra su cuerpo debido al sudor y la corbata actuaba a modo de soga extenuante. El portapapeles , como final de la extremidad superior derecha, era asido con gran fiereza, rudeza incluso. Los zapatos ,convenientemente desgastados, anclaban al protagonista al pisar irregular y acelerado del momento. El aliento partía y volvía como hijo pródigo necesitado de afecto, igualmente veloz. Los caminantes de la concurrida calle matinal eran tratados como simples peones al paso del terrible poder de la corona. Así, a punto de perder resuello y con las piernas agitándose nerviosas, llegó a su destino, su dirección deseada, su lugar de trabajo. Atravesó las distintas formalidades de primera hora, se detuvo frente a su mesa de trabajo y exhaló su último aliento.
- Eso es todo lo que le puedo decir agente. Comentó Alfredo Cánovas con una patente expresión de pavor en su rostro. Al despedirme del lugar de los hechos, me fui reflexionando sobre como la muerte es el único elemento que al hacer acto de presencia cerca de uno, provoca un miedo inconmensurable y vivo, curiosamente muy vivo.
La llamada que recibimos del propio Cánovas esa mañana no era la típica llamada aliñada con pánico y desasosiego. Al repasar la grabación se percibe seguridad en su voz, fuerza. Es lo que me hizo en un momento desplazarme a lo que parecía un simple ataque al corazón u otra dolencia de carácter natural. Después de tantos años en el cuerpo, uno se cree poseedor de una intuición que puede resolver ciertos casos y toparse con algunos ocultos. Cual fue mi sorpresa cuando ,al llegar poco después que los servicios sanitarios al enorme edificios de oficinas del centro de la ciudad, Cánovas lucía nervioso y totalmente abatido por la proximidad de la guadaña desafilada y oxidada por exceso de uso.
Tras tomar declaración a varios compañeros del difunto, le entregué mi tarjeta a Cánovas por si se acordaba de algún detalle que se le escapara en el momento debido al shock y me dirigí a tomar mi desayuno en la mejor cafetería del centro. Una vez dada buena cuenta de esa delicia continental, saqué un cigarrillo de mi bolsillo en el momento en que la amable camarera ,de la que no me sé el nombre porque no estoy dotado de los innumerables códigos formales que convierten a un hombre en sociable, me señaló con sorna la hoja de papel donde se lee PROHIBIDO FUMAR. No me imagino que sería de mi personalidad sin los vicios adscritos a ella, mi crispación me haría totalmente ingobernable. Necesito el placebo blanco que me aporta mi venerada seguridad. Sin esa falsa sensación de control no podría ni elaborar cuatro sentencias ingeniosas. Maldiciendo todo lo maldecible y sometiendo a mis pulmones a otra ración de futurible cancer de pulmón, lengua o garganta, alimenté mis pensamientos con posibles conjeturas acerca de la muerte de esa mañana.
El resumen del hecho era sencillo, casi infantil, excesivamente médico. Hombre joven muere debido a dolencia cardíaca. No fumaba, no bebía, corría 1 hora al día y no tenía familia ni novia, sólo relaciones esporádicas. Los únicos hombres jóvenes que mueren por dolencias cardíacas son los deportistas de élite a los que no se les detecta taras ambiguas en el corazón.
La autopsia fue hecha con gran brevedad y rapidez. El forense vino a decir que el cadáver sufrió una complicación cardiorrespiratoria fulminante debido a una pequeña composición molecular, de tono verdoso, extrañamente similar a una planta. El cadaver tenía un elemento vivo creciendo en su interior que , al hacerse de mayor tamaño, le imposibilitaba para realizar cualquier esfuerzo. Terrible muerte. Al enfrentarme a casos de este tipo, recuerdo a la jovial camarera de la cafetería señalándome el maldito cartel antitabaco al tiempo que disfruto un maravilloso cigarrillo de tabaco Virginia caminando con pausa hacia mi próximo caso.
Piero Galasso
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