Hay un negro a las 4 en punto esperando el autobús. La ciudad se encuentra dormida aguardando un chispazo capaz de resucitar las calles. Los colores se evaporan entre las nubes. Las aceras sólo son grises y no hay lugar para el verde. Aquel hombre no tiene dinero en los bolsillos. Tiene la cabeza llena de sueños irrealizables. Todo el mundo pasa indiferente ante él, sólo es un inmigrante más esperando un transporte para dirigirse a ninguna parte. La lluvia moja a los que pasan con prisa hacia el trabajo, manchando sus preciosos trajes de 300 pavos. Ya nadie mira como antes, el viento lleva a todas partes aquellas cenizas de un pasado desconocido. La arena del reloj tarda en bajar más que nunca. Los números ya no están en orden, las palabras se invierten para perder su significado. Aquel tipo empieza a tocar su trompeta. Sus notas salen disparadas en espiral, un movimiento circular semejante a un huracán de atracción. Los niños corren hacia aquel sonido poderoso; el colegio puede esperar. El negro pone su alma en cada uno de sus dedos, deslizándose suavemente hacia la gloria. Las mentes se abren para saborear el nuevo placer que les espera. Aquella melodía inolvidable impregna la ropa de los ciudadanos, todo huele a dulce agonía.
Yo lo observo mientras espero el autobús; quizás el mismo. Hoy he intentado dar lo mejor de mí mismo; mi energía se ha evaporado. No sé qué ha podido fallar, pero no he conseguido iluminar mi camino a casa; el alumbrado público debe esperar a Navidad. Ahora sólo me queda sentarme y fumar observando la expectación que despierta el músico.
Pero ese ritmo; ese maldito ritmo. Mi mente se dispara como un resorte hacia un viaje espacial acompañado por corcheas y semicorcheas danzantes. Huele a mar y el sol calienta mi cerebro, que se derrite inevitablemente. Este paseo marítimo es claramente caribeño, abiertamente sexual. Mis pasos me deslizan por este malecón lleno de caderas y glúteos que se mueven a un son pausado y componen un paisaje carnívoro. El volumen del sonido se agranda y todo el mundo se pone a saltar. Las maderas del paseo crujen y se retuercen añadiendo su agonía a la banda sonora. Me descubro bailando, con una destreza recién descubierta me acerco a una morena redondita y sonriente. Nos hacemos uno mientras esta droga tropical alimenta nuestros sueños. Mi lengua juega a reconocer sabores olvidados. Chocolate, helado de frambuesa; frutas cálidas explotan en mi paladar. Ya estamos volando alto mi morena y yo, nos reímos cuando vemos el suelo ya lejano. Nos rozamos, nos palpamos y nos mordemos en cada línea del infinito pentagrama celestial.
Me despierto y veo a mi hermano en mi habitación. Todo está desordenado y una canción sale de la radio. Me pregunta por qué siempre la dejo encendida cuando estoy durmiendo.
Luc Dupont
No hay comentarios:
Publicar un comentario