martes, 26 de octubre de 2010

Locura por Piero Galasso

Toda vez que veo a una mujer morena ensimismada en cualquier terraza en cualquier ciudad me acuerdo de Lucía. Realidad y recuerdo se combinan para perturbarme cuando contemplo dicha imagen en una terraza en el barrio de Gracia, Barcelona. Conversar con Lucía es como vivir cerca del cielo, es retorcerme por el dolor que provoca rozar con mis huellas la felicidad y no lograrla al ciento por ciento. Las palabras nacen en su garganta y mueren en mis oídos y viceversa, todas nuestras partidas terminan en empate. El embelesamiento es mutuo aunque reconozco que mi entrega es equiparable a la fuerza con la que un cocodrilo destroza los músculos, nervios y huesos del brazo de un novato domador de reptiles. Ocasionalmente, me sorprende con alucinantes souvenires emocionales en forma de canciones, libros y películas. Por mi parte, humildemente la agasajo con trozos de papel garabateados con lírica infantil. Es la perfección, es la aurora boreal, es un glaciar despellejándose , es todos los sinónimos que saldrían de la boca de un ciego que recuperase la vista y alguien le preguntase: ¿Qué te parece lo que ves? . Nunca tenemos una discusión y esto no es por ocultarnos las debilidades emocionales mutuas, simplemente se debe a que nuestro amor epata y nos aísla insertados en una burbuja que nos protege de la malevolencia. Caminar hacia mi encuentro con ella es como cuando caminas por las cintas de transporte de pasajeros y equipaje de cualquier aeropuerto internacional, ligero, veloz y en calma. No abusamos de las caricias, arrumacos y edulcoradas muestras de cariño ni en público ni en privado. Me deleito a partes iguales así como de su belleza como de su presencia y el elevado nivel de su inteligencia me arrebata el juicio sin atenerme más que a las consecuencias de estar enamorado de una mujer sin precedentes. Departimos en las terrazas, intercambiamos pareceres en el metro, caminar entre los pasillos del supermercado es toda un experiencia con ella y el Borne parece cambiar de color cada vez que ella sonríe. Recuerdo una tarde de Mayo de hace dos años en la Plaza del Rey donde el implacable y tenaz pintor dirigió su pincel dibujando en su rostro una expresión que otorgó a mi cerebro una estúpida duda, posteriormente convertida en deleznable idea y lamentablemente narrada en palabras a modo de propuesta. Su reacción no hizo más que maravillarme todavía más:

¿Sabes? Cuando te conocí y antes de conocerte de manera apropiada, ya sabía de antemano que respuesta darte cuando pronunciases esas palabras. Y sonrió.

No dijo SÍ, no nos hizo falta. Me sentí personaje de una novela que ella había leído de antemano, me contemplé como un títere en manos ajenas pero dichos pensamientos no me importunaron más que un par de días. Nada podría perturbar la serenidad del privilegiado,compañero, amante y esposo eternamente drogado con la mirada de la bella Lucía.


Piero Galasso

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